domingo, 4 de marzo de 2012

LOS RESTOS DEL NAUFRAGIO.

Cuando llegamos a Burgos desde Madrid hace treinta y dos años, a mi padre le "dieron" una casa en la calle Aranda de Duero, frente a la Plaza Sur y la estación de autobuses, en lo que llamaban la "casa de los maestros". Huelga decir que en un principio casi todos los vecinos eran profesores, con los años estos fueron sustituidos por familias gitanas o payos de escasos recursos. Era un tercero sin ascensor, una casa muy modesta . Unos 95 metros cuadrados repartidos en cuatro habitaciones, salón, cocina y un baño en los que vivimos tremendamente felices durante casi veinte años. Viví allí desde los ocho hasta que a los treinta (dos años después de la muerte de mi madre) me casé. Poco después, mi padre se mudó a un apartamento más pequeño y la casa quedo cerrada y semi abandonada. Ahora por lo visto el Ayuntamiento quiere venderlas, demolerlas o vaya usted a saber qué. El caso es que mi padre me avisó por si quería recoger algo.
Esta tarde a eso de las cinco y media he ido para allá. La fachada está más o menos igual que siempre, el portal tampoco ha variado mucho, un pelín más descuidado si acaso. Pero en cuanto he empezado a subir las escaleras me ha impregnado un sentimiento de decadencia que no me ha abandonado hasta que me he vuelto a montar en el coche casi dos horas y media más tarde. He llegado a la puerta y la he abierto con cierto temor, sin recordar la cantidad de veces que habré hecho ese mismo gesto en el pasado al volver del cole, del instituto o del trabajo. He tardado un buen rato en poder subir los plomos para dar la luz. Lo primero que vi fue el pasillo con las marcas que habían dejado antiguos cuadros en la pared y la pintura del techo descascarillada en partes. Luego he entrado a lo que fue mi habitación, casi completamente vacía, desolación y frío, no sentí nada más. La salita: más de lo mismo, salvo que allí sigue (increiblemente viva, aunque no es un milagro, ya que mi padre se encarga de ir a regarla de vez en cuando) la planta preferida de mi madre, está enorme, no podremos llevárnosla porque debe pesar una tonelada y además no tendríamos donde meterla. Luego fui al baño: todo parecía reducido, mucho más pequeño de lo que yo lo recordaba. Pero por lo menos el baño no estaba desnudo, estaba casi como siempre. ¡La cantidad de horas que habré pasado frente a ese espejo peinándome el tupe!. Pasé a la cocina que siempre fue el centro neurálgico de la casa: salvo la falta de vida y de calor tampoco había cambiado tanto, detrás de la puerta seguía colgada la bolsa del pan, como si ayer mismo me hubieran mandado abajo donde Montse a por barra y media. Entré en lo que fue el cuarto de mis hermanos: dos armarios destartalados y más frío. Pasé al salón: huecos por todas partes donde el color de la pared era más suave, porque durante años los cuadros y las fotos los habían protegido del humo del tabaco. Trate de sentir los recuerdos y vivencias que allí se amontonaban y me dí cuenta con una extraña mezcla de tristeza y alivio, que allí no habitaba ningún recuerdo, eso eran tan solo unas paredes viejas. Los recuerdos habitan y viven en mí ,no en el 3º izq de la Calle Aranda de Duero 5. Finalmente (cómo cuando tengo pasteles, dejé lo mejor para el final) entré en la habitación de mis padres: solo quedaba una cama, una cómoda con su espejo, un zapatero y el armario de siempre pero más vacío y triste que un agujero negro. A pesar de todo lo que viví en esa habitación y que no entraría en un libro de cinco mil quinientas páginas (interminables charlas de madrugada, risas de domingo por la mañana, días repletos de mimos para curar la gripe...), a pesar de todo, no sentí nada más que una gigantesca tristeza y una imperiosa necesidad de llorar. Así que me puse a ello: lloré, lloré, lloré y al final me vi en el espejo y me parecí tan cómico que no pude evitar pasar del llanto a la sonrisa. Dí otro par de vueltas por la casa, no me decía nada, pero por otra parte me negaba a irme. Sé que tengo muy poca memoria y me da miedo olvidarme de como era esa casa. Desearía mantener para siempre en mi recuerdo cada habitación, cada rincón. Había llevado una cámara para sacar unas fotos, pero ni siquiera pude encenderla (estaba sin cargar la batería). Llevaba más de dos horas dando vueltas en menos de 100 mts cuadrados cuando me dí cuenta de que además de la decadencia me estaba impregnando un olor que no sabría definir pero que desde luego era cualquier cosa menos agradable. Era un olor a fin, a cierre, a deterioro. Suspiré. Volví a suspirar y salí fuera. Cerré la puerta con doble llave y bajé a la calle. Al montarme en el coche y arrancar sentí un enorme liberación. De los restos del naufragio sólo rescate dos ceniceros (cien veces rotos y cien veces pegados) de mi madre, su taza de café (que inexplicablemente ninguno de nosotros nos habíamos llevado antes) y los dos únicos libros que me interesaron (y que resultó que se los había regalado yo a ella años atrás).
Y ante el naufragio lo que dice la canción: "y si viene negra tempestad, reid, cantad y remad...".

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5 comentarios:

mauri dijo...

lo k mata de esa casa es la falta de VIDA", yo creo k todos cuando nos vemos forzados a pasar por ella, es lo que sentimos,, todo aquel follon k montavamos los 5 cuando estabamos juntos¡¡¡¡¡¡ ............

D.F. dijo...

La vida se da, no se pide..

Clara_juegos de Barbie dijo...

La vida se vive, excelente blog, muy buen post. Continuaré visitándote. Saludos.

calmaleón dijo...

precioso barrio de la zona sur, cerquita de tu antiguo colegio, guarda recuerdos, y no, no te de pena creemé se puede coger cariño a animales y personas... las cosas(casas) no lo merecen.

oso dijo...

buenas ganas paso yo de pasar un par de horitas como tú y salir tan liberao; Pero así es la vida